Voces del pasado recuerdan mi niñez




Notable haber nacido Desde ahora no hago más que contar la simple y lo real, aquello que nunca me abandonó durante toda la vida. Claro, hoy ya no vibro como antes. La muerte me produce frío. Y sin movimiento. No puedo hacer nada, salvo señalar desde este mundo congelado y oscuro “la verdad”. La compleja verdad. Y para ello comenzaré por el principio. Esta es mi historia. 

Una vez en el comienzo de los tiempos tuve un hermano que nunca conocí, un hermano que murió una vez, pero que vivió apenas tres años. Eran los principios de los 60, el mundo comenzaba a creer que las flores cambiarían el proceder de las personas. El mundo se volvía más espiritual y la palabra “revolución” andaba en boca de todos. Los hombres se dejaban crecer el pelo. 

En una vieja casona de calle Santa Petronila una familia se había formado. Manuel e Ida esperaban un bebé. La ilusión de todo amor consumado. En la verdad de la muerte, la vida se hacía presente. El niño según los registros nació un 7 de noviembre casi a las tres de la mañana un día cuando los médicos estaban en una prolongada huelga. Doctores pertenecientes a las fuerzas armadas estaban atendiendo las emergencias. La mujer en cuestión no podía más con los dolores. Si, aunque sea reiterativo el relato, la vida se hacía presente. 

Hacia la mitad de la noche llegó a este mundo Freddy. Venía enfermo, muy enfermo, pero supo resistir el pasó a la vida y a la frialdad del clima de una ciudad al sur del mundo llamada Santiago. Freddy nació con la estrechez de dos padres cesantes y con la rapidez de un crepúsculo de invierno, no resistió la vida llena de limitaciones y miserias de un país tercermundista perdido entre mar y cordillera. Chile es una estancia para valientes. Nadie en las inmediaciones de la no existencia elige nacer allá, por las razones antes expuestas. 

Los pro y los contra en aquellos años eran desproporcionados. La vida aunque se hiciera presente, fue en este caso un simple instante en lo inconmensurable de la existencia. Apenas el niño aprendió a caminar un soplo de frialdad concluyó con su paso por la tierra. Los padres aterrados por la súbita muerte del infante, no pueden asimilar las respuestas que exigirían las autoridades para explicar el deceso de un niño en casa. 

De sobre manera, aquellas preguntas que vendrían hacia el origen del padre. Del lugar desde donde provenía Manuel. Por eso en una pequeña ladera en el patio de la inmensa casa se excavó la tierra, donde depositaron el féretro con los restos del pequeño Freddy. Esa fue mi primera muerte. Al año siguiente llegué yo. 

Era 1963 un día que nunca supe, una hora que siempre ignoré y una verdad que ahora recién es contada. Asumí la personalidad de mi hermano que nunca conocí. Si, siempre fui tres años más joven que los registros que se tenían de mí. Bueno, nunca fui yo. Sino el otro. El hermano ausente. Así apenas me asomaba por encima de la mesa de cocina, debí ir al colegió. Gracias a Dios y creo que a los rezos de mi madre, crecí como abonado con salitre y a pesar de apenas contar con 4 años, fui a dar al colegio a Primero Básico a una escuela que jamás voy a olvidar: Polonia Nº 49 en calle San Pablo cerca de calle Radal. 

Mi barrio me llenaba de orgullo. Había todo cuanto un niño necesitaba en esos tiempos. La vida era de bicicletas, amigos y cruzar los campos del área. Recién se construía el aeropuerto y los camiones llenaban con tierra las cortinas de mamá. Freddy – yo – crecía con soltura y rapidez, aunque nadie creía la edad que tenía. Un día papá dijo que la edad no era importante, 

Lo que realmente valía era lo que uno hacía. Que la madurez no significaba tiempo o espacios de tiempo y que no tenía nada que ver con las decisiones de la gente. Que los grandes hombres habían logrado ser hombres a corta, mediana o larga edad. Así crecí siendo más niño que el resto de mis amigos y luego, gracias a la poderosa mezcla de genes allende Los Andes y de una mujer de origen nortino, creció en mí una respetable inteligencia que durante mucho tiempo utilicé en tonteras. Claro, la inexperiencia durante años hizo mella en mis acciones. 

Todo traspasó mi vida como el viento que centenares de veces sentí en los inviernos crudos de Santiago, después de las primeras lluvias de abril. Los 60 lo conocí poco, o mejor dicho los frecuenté poco. A esa tierna edad lo único que quería hacer era correr tras una pelota o montarme en mi bicicleta con el horizonte a mi antojo y las carpas que comenzaban a instalarse frente a mi casa en el famoso Campamento Che Guevara. 

La belleza de ser niño nunca dejará de tener un lugar en mi vida. Así con tres años de más impuestos por los miedos de mis padres crecí. Los documentos de mi identificación tienen más edad que yo, ¿Pero, que le voy a hacer? Los años de infancia Salvo raras excepciones todos guardamos recuerdos hermosos de nuestra niñez. Son los momentos que sin duda asimilamos durante toda la vida. 

Traigo a la memoria esos instantes, porque un día como cualquier otro, se me ocurrió, es decir pensé (siempre hay una primera vez), hacer algunas comparaciones, entre ni niñez y la que están viviendo nuestros hijos y nietos. En mi tiempo, lo ideal era tener un grupo de amigos. La tradicional «patota». Ser el jefe era óptimo. Te sentías como dueño del mundo. Un día tradicional era levantarse temprano y salir a recorrer por los lugares alejados de la ciudad. 

Así, todos montados en bicicletas nos acercábamos al lugar donde se construiría un aeropuerto, años más tarde se llamó Pudahuel. Hoy lleva el nombre de un aviador que sólo es importante para los aviadores. Después de llegar por esas campestres estancias cerca del aeropuerto, tomábamos hacia el tranque de Barrancas. Allí la dicha misma, porque nos poníamos a pescar «carpas» (son unos pescaditos muy sabrosos). El ganador era quien sacaba más y podía ser el jefe de la patota por una semana. Al regreso, y cuando el sol comenzaba a caer, venía la velada nocturna. Hacíamos competencias con las «bandas o grupos» de otros sectores. Escondíamos tesoros (generalmente dulces) en un sitio predeterminado. Los ganadores que encontraban dicho tesoro, imponían duras penas a los perdedores, como ser esclavos por algún tiempo. Ser esclavo significaba dar tu pan en el colegio y comprarle jugos, manzanas y bebidas. 

Era nefasto para el pobre presupuesto de niño republicano, antes del advenimiento del dictador por allá por 1973. Y sigo con los recuerdos. Otras de las jugadas claves era salir a cazar lagartijas y en su defecto, con la onda hacer puntería a los aisladores de los postes de alta tensión. En algunos casos se nos ocurría tirarle a los pajarillos. 

Hoy cuando soy un viejo, me doy cuenta que grande fue Dios o la divinidad, porque no maté ninguno. No hubiera podido dormir en semanas. Finalmente, y más cotidiano era jugar al trompo, a las bolitas, es decir a los tres hoyitos y al yo-yo. Hoy la ciencia y la técnica han borrado esa vida de aventurero que tuvo mi infancia. No puedo entender cómo va a ser más entretenido el matar marcianos en una fría máquina que salir a explorar tu entorno. Conocer gente, ver correr a los ratones de campo o ver volar a los pájaros. Hoy me siento como un aventurero de principios de siglo, con la certeza que el mundo ya no será lo mismo y que las actuales generaciones son simplemente informáticas. Igual doy gracias por haber tenido esos momentos, con mi gente, con mis amigos y con mi completa familia, padres y abuelos incluidos, en un barrio olvidado en el fin del mundo llamado San Pablo. 

¡Y el hombre llegó a la luna! 

Es tan loco pensar que en 1969 el hombre llegó a la luna. Todo en mi barrio era eso: locura. Éramos unas de las pocas familias con televisión y todos no querían perderse este trascendental hecho histórico. Mi casa estaba llena de gente esa tarde/noche y apenas alcancé un lugar para ver las borrosas imágenes en nuestro “Motorola”. 

Vivía en San Pablo y en mi colegio había una gran explosión de piojos. Casi todos los niños estaban infectados con el famoso bichito. Ese día un operativo, supongo que del Servicio de Salud, llegó a mi escuela y comenzó a ponernos en el pelo una especie de polvo, parecíamos ancianos de seis años. Así, como Berlín empolvado llegué a mi casa al mediodía, para contar lo que pasaba en mi escuela. 

Mi mamá un poco asustada por el color de mi pelo, se preocupó y fue a la escuela a pedir explicaciones de tan inusual suceso. Llegó tarde, porque en esos tiempos existía una burocracia de padre y señor mío. ¿Cómo? ¿Qué ahora también es lo mismo? Pero si yo estoy hablando de la década del sesenta, es decir hace muchos años. ¿Burocracia hoy día? Me es difícil aceptarlo. Bueno, al llegar mi mamá, con su carita de niña buena y su pelo lleno de rulos comprendí que me perdería del colegio por algunos días. Dicho y hecho. Sus palabras aún suenan en mis oídos como si hubiese sido ayer: “no vas al colegio hasta que se pase la inundación de piojos”. 

Fue la felicidad misma. Volvería a mi árbol, a mi patota y a todo lo que significaba la infancia: mis piedras, hondas, pantalones cortos, tapas de bebidas, bolitas de vidrio, zapatillas, las cajetillas de los cigarrillos que usábamos como dinero. En fin, era libre de nuevo. El sol en mi rostro, el viento en mi pelo, la cleta (bicicleta) que yo le había puesto “Aurora”, (siempre mis pertenencias han tenido nombre propio; por ejemplo, mi primera guitarra se llamaba Cecilia, y mi primer auto Willy), era lo único que deseaba. 

Así esa tarde, cuando todos los medios de comunicación, radiales, escritos, la naciente televisión se preparaba para el “pequeño paso del hombre, pero un gran salto para la humanidad”, (palabras del astronauta Neil Armstrong, cuando pisó por primera vez nuestro satélite natural) tomé rumbo al sur de mi barrio hacia el aeropuerto de Pudahuel. 

En el camino iba recogiendo a mis amigos hasta llegar al tranque de Barrancas. Allí la dicha misma, aire, el sol, el agua y los centenares de peces, retándote a sacarlos para cocinarlos en una hoguera hecha a base de palos y ramas secas de los arbustos de la zona. En ese instante y con seis años de edad comencé a entender que cualquier cosa que hagamos los hombres, son insignificantes con los hechos de la naturaleza. Allí comencé a soñar con los astros, los soles, las galaxias, constelaciones y los grandes hombres que se han dedicado a extraer los secretos del universo. 

En este instante, como niño que no miente y que cree en lo espiritual, comprendí que lo divino existe, no porque creamos verlo en los rostros de las imágenes talladas por manos humanas, sino porque sus manifestaciones están en toda su creación. Ese día de julio de 1969, entendí que Dios o los dioses estaban en todas partes y que nosotros los humanos egoístas somos los que lo parcializamos. Porque hemos creado dioses que nos convienen sólo a nosotros. Por eso vemos que los sacerdotes bendicen armas “que son para matar”, y que se niegan a bautizar a niños “fuera del matrimonio”. Por el Cosmos no sigamos siendo hipócritas. Comprendamos que la verdad algún día se sabrá y qué si no pude vivir con mi esposa por fuertes razones de incompatibilidad, y si vuelvo a amar a otra mujer, no podré tener relaciones íntimas con ella, porque se me negará comulgar. Parece que estamos en el Siglo XIII y no en el XXI. Por favor, no es justo intoxicar los sentimientos de los hombres... 

¿Y los piojos? Nunca tuve, pero anduve con el pelo blanco por más de una semana. Ahora se lo que significa ser un hombre, claro uno especial que se niega a olvidar la mejor etapa de su vida: su infancia. “Un niño grande” me dijo una vez un amigo. Gracias por tu definición… 

 ¿Dónde quedaron? 

Estoy con mucha nostalgia, porque el otro día junto a mis colegas, en uno de los almuerzos, nos pusimos a recordar a los personajes que eran parte de nuestra vida diaria y que con el tiempo se perdieron, porque sus oficios ya no fueron necesarios en nuestra sociedad actual, cargada, mejor dicho, teñida a la fuerza con neoliberalismo. En esa tarde de almuerzo y recuerdos, mi mente se alegró por volver a recordar a tantas personas que estaban presentes en nuestra niñez. 

No estoy seguro que hayamos vivido las mismas circunstancias que vivieron los nortinos, porque mi realidad fue santiaguina. Pero, tal vez algunas cosas fueron casi las mismas o por lo menos similares. ¿Se acuerdan ustedes del ropavejero? Era un hombre que compraba la ropa antigua y las echaba en un saco. Me lo recordaban cada vez que no quería tomarme la sopa. Mi abuela abría sus grandes ojos, profundamente negros y me decía: «si no te tomas la sopa te voy a entregar al hombre del saco». El terror mismo y mi panza llena de sopa. De esa con harta enjundia, la de huesos de osobuco. 

Era horrible, pero el hombre del saco era todavía peor. Tenía un colega de silueta similar, pero que compraba botellas y diarios viejos. Otro personaje era el que engrasaba las cortinas de los negocios. En un tarro lleno de una grasa tan negra como los ojos de mi abuela y una varilla muy larga, ofrecía su trabajo. 

Cuando era contratado con esa varilla, engrasaba las correderas de las cortinas de los negocios, especialmente de los de abarrotes. Ahora con los supermercados los negocios también se han perdido. Si seguimos escarbando en los recuerdos nos encontramos con el «maestro de los somieres». También a voz en cuello ofrecía su servicio. 

La gente le entregaba el somier malo y éste en la puerta de las casas se ponía a trabajar. Con alambres y herramientas, las más raras que he visto en mi vida, les dada más tiempo a los pobres somieres. Su negocio se ampliaba, porque también arreglaba catres. Ahí escuché la frase «este compadre es rompe - catres». En esa ocasión no entendí nada. Al paso de los años y en «carrete» (raro en mí) me acordé de la situación y me volví loco riéndome. 

Un hombre de extraña figura recorría mi barrio en San Pablo. Su voz, mejor dicho, su vibrato al gritar sus servicios jamás se me olvidará. Decía: «gasfiterrrriiiia y talabarrrrrterrrrriiiiiiaaaaa», marcando mucho las erres. Otros de los oficios que los tiempos de la computación obligó a pasarlos al olvido.

Antes que me olvide también estaba el vendedor de motemei «calientito el motemei». Tampoco me puedo olvidar del afilador, que mucha risa causa en reuniones de amigos cuando se escucha su armónica emitiendo esa extraña melodía. De inmediato, los rápidos mentales se apuran en aconsejarte que no salgas a la calle, porque “anda el afilador”. Y para cerrar estas notas cargadas a los recuerdos voy a dar una lista de oficios que aún se mantienen a pesar de los tiempos: el volantinero, el vendedor de helados, de palomitas de maíz, el querido canillita (que vende diarios) y otros que se me escapan.

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